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Mensaje por Invitado Jue Mar 05, 2020 7:07 pm

Gowther, como muchos otros, era fanático de los dulces, de los postres y lo acaramelado. No había sido un entusiasta de la comida en general, puesto a que su cuidadora era una bruja despreocupada que lo alimentaba a través de la magia nutritiva de su bastón, de modo que se guiaba por los beneficios que pudiese aportar un plato en lugar de qué sensaciones éste podría contagiarle. No obstante, había sentido un despertar del paladar en cuanto saboreó su primer postre: un pastel ángel cuya cubierta era más gruesa que el pan que la sostenía, sabor aquél melado en el que se hundían varias fresas y bayas silvestres, impregnando con su gusto la nieve, se derretía en su boca. Lo que siguió a ello fue el pastelero echándolo a escobazos de su tienda.

Hoy intentaría recrear aquella pieza con motivos… Académicos. No sentía nostalgia alguna, ni compasión o pena por el niño que había sido, sólo una profunda lujuria culinaria y una necesidad corrosiva: el hambre y el antojo mezclándose entre sí y generando todo tipo de reacciones físicas en Gowther, el demonio. Decidió que intentaría revivir aquél recuerdo que había vivido con trece años, y estudiaría aquella sensación tan efímera y plena, y de ser posible compartiría su obra con tal de analizar la respuesta de otros estudiantes.

Se deslizó por los pasillos del instituto con la misma destreza con la que un autor ojea los pasajes de su libro. Poco tiempo había pasado allí, pero teniendo una mente tan mecánica y fría, había memorizado cada aula, cada extensión de corredor, cada recodo y cada recoveco. La anatomía de Legacy ardía en la mente de Gowther.

Su memoria era increíble, pero no recordaba de qué estaban hechos los pasteles. Irónico. Había memorizado su textura, su aroma y el dulzón que se corría desde la punta de la lengua a la garganta, y cuyo pan pasaba sin necesidad de masticar. Quería tenerlo siempre presente, aunque ahora utilizara su investigación como excusa.

Enfiló sus pasos hacia la cocina y afiló sus convicciones.

Admiró cómo la luz y el cielo raso, y el total de cuerpos que estuvieran por encima del material del que estaba armado el suelo, resplandecían sobre éste, y la iluminación rebotaba de la cerámica a las encimeras de la cocina. Dio un paso adelante y vio su imagen reflejada en la alfarería, envuelto su rostro en una aura celestial en efecto a la bombilla que se posaba por encima de sí mismo. Cada uno de los mobiliarios que constituían la sala estaban colocados de manera que uno se sentía capaz de echarle el ojo a cada cosa.

Gowther se acercó a una de las encimeras y dejó en su superficie todo lo necesario para preparar un pastel, y buscó en cada cajón en busca de reunir cada ingrediente que lo conformarían. Si pensaba que la gastronomía era sólo química romántica, se le haría sencillo.

En total tomó: tres huevos, un saco de harina de trigo, otro saco de azúcar, leche, azúcar glas, fresas y bayas, polvo para hornear y una pizca de sal. Acto seguido, Gowther destapó cada cosa que necesitara serlo a una velocidad inhumana, y vació todo en uno de los cuencos. Por supuesto, no dio espacio y se vio obligado a emplear el segundo. Empuñó a ambidiestra cucharones grandes de madera, y empezó trazando círculos en cada mezcla, con gentileza y paciencia, como en recompensa por la salvajada anterior. A pesar de ello, no tardó en batir in crescendo, llegando a un punto donde toda la habitación, consigo mismo, estaba manchada de pequeños lunares de mezcla.

Advirtió cómo una gota de la masa se deslizaba como si se encontrase en una superficie lisa y tierna, y cómo unos agudísimos chirridos se revolvían debajo de ésta. Su primera reacción fue dar un manotazo, y tomar aquél cuerpo camuflado.

En sus manos se tornó de una transparencia a un delicioso color azul cielo, y notó cómo sus ojos se abrían, a pesar de la contusión, y sonreían al ver al pelirosa. Se incorporó sobre su palma, revelándose regordete y esponjoso al tacto. Se sostenía sobre cuatro patas, pero éstas eran apenas visibles debido a su masa, y sobre su cabeza se alzaban dos elevaciones y debajo de éstas se posaban sus ojos, muy separados por la boca, con formas de dos simples círculos, y cuyo color era amarillo. Su piel lisa y sin rastro de ninguna pelusa fue lo que atrajo a Gowther.

Hundió la yema de uno de sus dedos sobre su cuerpo y lo aplastó, y como había concluido apenas verlo, era esponjoso y una bola virtualmente indestructible. Afincó la punta de un cuchillo y apretó el filo hasta adosarlo a su piel. Nada. Como dijo, virtualmente indestructible.

De repente su cuerpo se infló y la criatura gimoteó con ternura, hasta que abrió la boca y expulsó un polvo parecido al talco. Gowther coincidía con él al tener su boca abierta, por la sorpresa, y los copos alcanzaron su paladar. Aquello inspiró en él una sensación tan bella, tal dulce y tierna, que no se puede explicar con palabras la enfurecida conmoción que experimentó. Basta decir que los ojos se le aguaron, y no encontró las fuerzas para documentar todo. Se sentía alcanzar su crisis.

En cuanto se hubo calmado, y entonces una relajante corriente le recorrió el cuerpo y lo dejó indispuesto, dejó al pequeñajo a un lado y prosiguió, ahora con un libro al lado que resumía la elaboración de un pastel. No dejaba de pensar en su reacción y en cómo le había dejado la lengua adormecida, pero lo habría dejado pasar, de verdad, mas no pudo ignorar cómo la criatura engullía kilogramos de azúcar y los expulsaba de nuevo en nevada. Un impulso desconocido le ganó y cerró el puño sobre la criatura, y lanzó su diminuto cuerpo dentro de la cavidad de su boca húmeda. Lo masticó un rato, con la única razón de averiguar su textura. Era suave y esponjoso como el pan de las tortas tres leches. Finalmente lo sacó, tan ensalivado que Gowther lo sostuvo entre dos dedos.

Una idea macabra lo invadió y no quiso abandonar la vacía cabeza de Gowther. Sin pensarlo dos veces, sin llegar a considerar la atrocidad de sus actos, llenó un cubo de fino cristal de azúcar y arrojó a la criatura allí, cerró la tapa y miró cómo lo devoraba todo mientras él preparaba el glaseado.

Pronto la criatura arrasó cada partícula de azúcar brillante y tomó una forma cuadrada al inflarse, adaptándose a la figura del envase. Gowther, que ya había batido las claras de huevo hasta el punto en el que la dorada y transparente agua que eran, se había tornado en una majestuosa espuma, suave y dulce sin llegar a ser tan melosa. Era como el cuento del patito feo, sólo que Gowther batía los embriones de una gallina sin un motivo realmente válido.

Con una frialdad espeluznante que transformaba su rostro en el de un fantasma victoriano, con tanta facilidad para moverse e integrarse con el aire que la única gracia con la que se podía comparar a la de Gowther, era la de un cisne… Uno sin sentimientos, ni compasión, pero con las ganas más grandes del mundo de entenderlos, aunque éstos danzaran fuera de su alcance; con aquella mente fría, rellenó una manga pastelera con el glaseado hasta que el contenido colmó los bordes. Retrocedió dos pasos y giró hasta dar su mirada contra la criatura. Internamente, ambos sabían lo que pasaría a continuación, aunque no pudieran procesarlo en sus mentes.

Gowther abrió la tapa y vertió al monstruito en uno de los cuencos con la mezcla, y hundió en su boca la boquilla de la manga, apretando a continuación el plástico hasta vaciar su contenido en el bicho, quien ya comenzaba a retorcerse quizás por el dolor de panza.

El demonio estiró su mano hacia un temedor de plata, y cuando afincó las puntas en su cuerpo liso y celeste para revolver al monstruo junto a la mezcla. . .

. . . ¡BOOM! Un ruido parecido al de una llanta reventada acunó la cocina. Cada rincón de esta latía con el “boom" secó que se había producido. Gowther miró a ambos lados, ¿en shock, quizás? Hasta que bajó la mirada al cuenco. No podía creerlo. Se había ensimismado a tal punto en el que no había calculado cada catástrofe, cada desviación de la línea de tiempo, y había perdido aquello que habría sido una fina atribución a su proyecto. Ni siquiera le importó estar cubierto de mezcla… Y entonces escuchó el mismo gimoteo tierno que había emitido la misma criatura antes del desastre. Y entonces lo recordó.

Virtualmente indestructible.
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